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Retroceder 20 años por decreto-ley. Anna Alabart Vila (1942-2012)

Retroceder 20 años por decreto-ley. Anna Alabart Vila (1942-2012)

El pasado 25 de diciembre de 2012 murió nuestra amiga, colega y compañera de combate político, la economista y urbanista Anna Alabart. Fue una mujer buena, indócil y ejemplarmente generosa. Segura de su bondad, no necesitaba calificar moralmente a los demás; acertado o no, su juicio solía ser objetivo y político, totalmente ajeno a la moralina, a las resabiadas patologías doctrinarias y a las amargas jeremiadas habituales de cierta izquierda universitaria a la que la derrota post-68 privó del buen humor y del sentido común, además del del ridículo. Tal vez por eso logró en vida el milagro de no tener más enemigos que los estrictamente imprescindibles. Sólidamente instalada en la tradición barcelonesa del urbanismo de izquierda, heredera del ideario del GATCPAC y del legado de los movimientos populares y vecinales democratizadores, sabía tanto como humilde era, es decir, mucho. Feminista de temple, huyó siempre del papel de la femme d’esprit professionel, por decirlo con el sarcasmo gálico de Marx. Profesora de una alegría y una jovialidad contagiosas, lo era encima con la rara –y en nuestros días, rarísima— elegancia de una gran dama: la mucha o poca excelencia académica conseguida, fue a fuerza de no buscarla. Para honrar su memoria, reproducimos a continuación un artículo suyo publicado en El País hace 16 años contra el decreto-ley que prefiguraba la malhadada Ley Rato y lo que donosa y premonitoriamente llamó ya entonces Anna “los nuevos aires retroliberalizantes” en materia de suelo urbanizable. ¿Quién dice que la catástrofe económica, social y política de la burbuja inmobiliaria española no podía anticiparse? — Antoni Domènech, editor general de SP.

El País, 24 julio 1996

Sí, han calculado ustedes bien: volvemos a la época franquista, cuando la ley del suelo vigente -la de 1956-, aun reconociendo el papel social del suelo, permitía un urbanismo descontrolado y anárquico que tenía poco que ver con la ordenación racional de municipios y ciudades. El escandaloso resultado llenó entonces libros: Horacio Capel, García Bellido y González Tamarit o Fernando Terán, por citar sólo algunos autores, denunciaron una y otra vez las consecuencias de unos planes parciales que permitían el desarrollo de los suelos más alejados del centro, mientras que los espacios próximos al núcleo urbano quedaban "en barbecho" esperando que su precio aumentara. El proceso se conoció con el rótulo de "urbanización a saltos", y supuso pingües beneficios para los propietarios del suelo, mientras la Administración se reservaba escasas, por no decir nulas, posibilidades de intervenir en la ordenación del territorio. De hecho, cuando se redactaba un Plan General -entonces Plan Municipal-, debía establecerse, demarcándolo, el suelo denominado de "reserva urbana" que se desarrollaría posteriormente mediante planes parciales. Así se establecía, de una vez por todas, el suelo del municipio que, durante la vigencia del plan, podría convertirse en solar adquiriendo su capacidad de ser construido. El problema que esta calificación del suelo planteaba era doble: si el suelo de reserva urbana era reducido en relación a las necesidades urbanísticas, los precios se disparaban por ley de oferta-demanda; si, para evitar este peligro, se demarcaba una superficie muy amplia, se abría la vía de la "urbanización a saltos". La Ley del Suelo de 1975 vino a corregir este aspecto, determinando que, en lugar del suelo de reserva urbana, existieran dos calificaciones: el suelo urbanizable programado y el suelo urbanizable no programado. El primero podía convertirse en urbano mediante planes parciales; el segundo iría programándose, a medida que fuera recomendable, mediante los programas de actuación urbanística (PAU). La Administración podía así ir dirigiendo la expansión urbana de las grandes ciudades a partir de las sucesivas programaciones de suelo. Esta diferenciación entre los dos tipos de suelo urbanizable no afectaba a los municipios pequeños, donde la planificación integral del territorio se determina a partir de la aplicación de normas subsidiarias y complementarias de urbanización, que sólo contemplaban suelo urbanizable.

Ahora, los nuevos aires retroliberalizantes pretenden suprimir de nuevo la distinción entre suelo urbanizable programado y no programado. Ciertamente, ello implica poner mucho más suelo en el mercado y, sobre todo al principio, acaso tenga unos efectos de reducción del precio, pero a costa de renunciar nuevamente al control del desarrollo urbanístico. Además, teniendo en cuenta que el suelo es un bien no homogéneo, tal decisión no asegura en absoluto el fin de la especulación. Al contrario: abre uno de los caminos más seguros para que ésta se produzca en el futuro, primero en los espacios privilegiados -ecológica o socialmente-, después en el resto. Abre además puertas y ventanas a la ulterior construcción y ocupación de un territorio sin atender a sus consecuencias. Tampoco responde a las necesidades de la población en materia de vivienda -que las hay, y elevadas-, sino a la conveniencia de propietarios del suelo y de constructores, los cuales ya se han dado buena prisa en coordinar sus voces para declarar que los cambios sugeridos -el comentado y el que reduce las cesiones que deberán hacerse a la Administración- les parecen tímidos".

No es la primera vez que se avanza esta propuesta. En los tres últimos años de la etapa socialista, constructores e inmobiliarias ya habían insistido en la necesidad de liberalizar el mercado del suelo. En 1993, las declaraciones hechas por Carlos Solchaga en una convención del PSOE en Bilbao, matizadas después a través de la prensa (EL PAÍS, 7 de octubre), iniciaron una controversia que fue zanjada por dos artículos del entonces ministro de Obras Públicas, Transportes y Medio Ambiente, Josep Borrell (EL PAÍS, 20 y 21 de octubre), y por otro artículo de Leguina y Rodríguez Colorado que llevaba el sugerente título de El suelo no es una hamburguesa (EL PAÍS, 28 de octubre). De nuevo el tema saltó a la prensa en 1994, cuando una comisión de expertos, encargada de buscar soluciones para la problemática del suelo, hizo públicas sus primeras conclusiones y manifestó que la falta de suelo urbanizable provoca el encarecimiento de las viviendas; el Tribunal de la Competencia y los promotores de la construcción aprovecharon para exigir, rápidamente, la liberalización del suelo. En esta ocasión, quien respondió fue el director general para la Vivienda, el Urbanismo y la Arquitectura, Borja Carreras, afirmando que la solución al problema del suelo no es aumentar su oferta. Esto es una insensatez ( ... ) Muchas veces no es la norma, sino la retención especulativa la que hace que el suelo sea escaso".

Ahora, en cambio, se pretende modificar una ley ordinaria mediante un decreto-ley, y eliminar uno de los controles que habían resultado más eficaces para la orientación del desarrollo urbanístico. El procedimiento vía decreto-ley sólo sería admisible si la urgencia del caso lo requiriese. Nada apunta a esa urgencia. Y no se trata de una nimiedad. Está en juego nada menos que el futuro del territorio.

Anna Alabart Vilà (27/V/1942-25/XII/2012) era catedrática de sociología urbana en la Facultad de Economía y Empresa de la UB.

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