La picota tributaria. Restauración del vasallaje
Mariano Rajoy volvió a mencionar en la sesión de control ante el Senado
(ya la había anunciado las pasadas navidades) su iniciativa de modificar
las leyes general tributaria y de protección de datos para publicar los
nombres de los mayores defraudadores y morosos a la Hacienda Pública
como medida de lucha contra el fraude fiscal.
Esta medida restaura la pena de “Exhibición en Picota” que regularon
Las Partidas como medida de deshonra y castigo de los ajusticiados. Las
Cortes de Cádiz la derogaron y Fernando VII la restauró. Últimamente,
con la erradicación del vasallaje, esta pena tan tradicional había caído
en desuso, pero no en el olvido, según demuestran el hablar popular y
la iniciativa del gobierno. Eso sí, hoy se abandona el sistema físico de
atar al reo o su cadáver al sol a la entrada del pueblo para aplicar
las nuevas tecnologías que elegantemente nos permiten publicar la
sanción en la web con idéntico resultado.
Aunque, hay que reconocer que la medida no es tan innovadora. Existen
algunos precedentes en vigor en nuestro ordenamiento que, curiosamente,
han pasado sin comentario y que establecen esta misma medida, como la
ley del Mercado de Valores (art. 103 y 105), la ley 22/2011, de residuos
(art. 56), la ley 37/2003, del Ruido (art. 29.1 a) 5º) o la ley 2/2002
de la CAM, de Evaluación Ambiental (art. 62.7). Incluso, esta última
pone de manifiesto su finalidad ejemplarizante.
Tratando de limitarnos a analizarla jurídicamente, lo primero que cabe
afirmar es que la medida sólo puede calificarse de sanción, ya que
limita los derechos individuales (intimidad y protección de datos) a
consecuencia de la infracción de una norma imperativa. A este respecto,
la doctrina constitucional afirma, entre otras, en la STC 164/95, que
las sanciones constituyen necesariamente la respuesta a una conducta
tipificada como ilícito, consisten en una penalización y tienen
necesariamente una finalidad represiva, retributiva o de castigo.
Mediante la sanción se castiga una conducta porque es antijurídica. Por
ello, las sanciones deben diferenciarse de otras medidas, como puedan
ser las disuasorias (multas coercitivas o tributos con función
extrafiscal) y otras medidas que, aunque limiten derechos individuales,
carezcan de finalidad represiva.
A salvo de que hubiera argumentos para defender que esta medida carece
de finalidad represiva, que yo no encuentro, su implantación tendría que
respetar el principio de legalidad (tipicidad e irretroactividad de
infracciones y sanciones) del art. 25.1 CE y, además, al incidir sobre
derechos fundamentales, la medida tendrá que regularse respetando la
reserva formal de Ley del art. 53.1 CE, salvo que, como Fernando VII,
procedan a derogar la Constitución misma.
No obstante, lo comentado hasta aquí resulta tan obvio que no merece un
post, excepto por el hecho de que estos simples argumentos respaldan
que no se publique la lista de quienes se beneficiaron de la amnistía
fiscal dado que tal medida no estaba establecida cuando dejaron de
tributar por sus fortunas (pero, el derecho es así, hay que aplicárselo a
todos sin distinción aunque no guste).
Sin embargo, sí es interesante discutir algunos aspectos menos
evidentes de la picota, como son su efecto privativo de la libertad,
afección al contenido esencial de los derechos fundamentales limitados y
su desproporcionalidad.
Lo primero que debe tenerse en consideración es que la CE establece que
la administración civil no puede imponer sanciones que limiten la
libertad (art. 25.3), cabiendo discutir si esta prohibición alcanza a
cualquier limitación de libertades o utiliza un concepto vulgar de
libertad como referido a la libertad de movimiento. La duda nos la
despeja el apartado anterior al que se comenta, que utiliza un concepto
amplio de libertad al establecer que las penas restrictivas de la
libertad no pueden consistir en trabajos forzados (que no limitan la
libertad de movimiento, sino de actuación). Esto nos permite entender
que la CE se refiere a todas las libertades.
Por ello, la pena de picota tributaria no puede aplicarse a las
infracciones administrativas, sino que debería limitarse exclusivamente a
los supuestos de delito tributario e imponerse por los tribunales. Así,
la pretensión del gobierno de que no se vincule esta sanción a los
delitos fiscales, sino a los casos más graves en atención a las
circunstancias, debe entenderse en el sentido muy restrictivo de que se
aplicará a los supuestos más graves de delito fiscal.
No obstante, las leyes que actualmente regulan esta misma medida como
sanción administrativa, anteriormente citadas, no han planteado de
momento discusión alguna sobre la eventual infracción del art. 25.3 CE.
En segundo lugar, el art. 53.1 CE establece que las leyes que regulen el
ejercicio de los derechos fundamentales deben respetar su contenido
esencial, reservándose la regulación de ese contenido esencial a las
leyes orgánicas. Se plantea así la duda de si la pena de picota debería
regularse mediante una ley orgánica u ordinaria.
No tengo el conocimiento adecuado para opinar de forma respetable
(“respetanda”) acerca de si la sanción de suspender o derogar un derecho
fundamental afecta a su esencia o a su ejercicio. Pero, atendiendo a
supuestos comparables, vemos cómo el código penal y las leyes penales
especiales, que restringen la libertad de movimiento como sanción, se
han aprobado siempre con rango orgánico. Por ello, me atrevo a decir que
lo lógico sería que esta sanción tuviera también el mismo rango
orgánico
.Tratando de razonar de forma menos simple, cito la jurisprudencia
constitucional (STC 11/81) que afirma que para aproximarse a la idea de
«contenido esencial» del 53.1 CE, hay dos caminos, “el primero que
atiende al metalenguaje o ideas generalizadas y convicciones
generalmente admitidas entre los juristas, los jueces y en general los
especialistas en Derecho” (semántico) y el segundo centrado en “aquella
parte del contenido del derecho que es absolutamente necesaria para que
los intereses jurídicamente protegibles, que dan vida al derecho,
resulten real, concreta y efectivamente protegidos. De este modo, se
rebasa o se desconoce el contenido esencial cuando el derecho queda
sometido a limitaciones que lo hacen impracticable, lo dificultan más
allá de lo razonable o lo despojan de la necesaria protección”. Estos
dos caminos no son alternativos ni antitéticos, sino complementarios.
Partiendo de esta doctrina, cabe proponer que la regulación del
ejercicio de los derechos tiene que limitarse a establecer las
condiciones en que el individuo puede hacerlos efectivos, mientras que
la esencia estará integrada por la definición de los límites naturales
propios de su respectivo concepto así como los supuestos de excepción o
prohibición por causa distinta de la voluntad de su titular, los
supuestos de derogación. Si este razonamiento es acertado cabrá afirmar
que cualquier sanción derogatoria o limitativa de un derecho fundamental
afectará a su esencia y, por ello, deberá regularse mediante ley
orgánica.
En definitiva, la restauración de la picota modificaría nuestro régimen
de penas, incluyendo innovadoramente la privación del derecho a la
intimidad y a la protección de datos entre las penas restrictivas de
derechos distintos de la libertad (que regula el art. 39 del código
penal).
Así pues, desde la perspectiva formal parece que no existen grandes
impedimentos que hagan imposible esta medida, a salvo de que el gobierno
no podrá acudir a un decreto-ley para establecerlo sino que necesitará
hacerlo mediante ley orgánica, imponiéndola sólo para los delitos y
respetando el principio de irretroactividad. Aunque, hay que insistir,
existen precedentes, algunos muy relevantes como la LMV, que no han
sufrido críticas a pesar de no respetar estos límites.
Sin embargo, desde el punto de vista material, atendiendo en tercer
lugar a los límites de política sancionadora que establece la CE y la
doctrina constitucional, la conclusión es muy distinta. El TC insiste
machaconamente en que cualquier limitación de un derecho fundamental
debe hacerse con estricta observancia del principio de proporcionalidad:
«para comprobar si una medida restrictiva de un derecho fundamental
supera el juicio de proporcionalidad, es necesario constatar si cumple
los tres siguientes requisitos o condiciones: “si tal medida es
susceptible de conseguir el objetivo propuesto (juicio de idoneidad);
si, además, es necesaria, en el sentido de que no exista otra medida más
moderada para la consecución de tal propósito con igual eficacia
(juicio de necesidad)”; y, finalmente, si la misma es ponderada o
equilibrada, por derivarse de ella más beneficios o ventajas para el
interés general que perjuicios sobre otros bienes o valores en conflicto
(juicio de proporcionalidad en sentido estricto)».
Y aquí tropezamos en cada uno de los requisitos. La idoneidad para
conseguir la finalidad perseguida (que los infractores dejen de
infringir) es más que dudosa. Si las sanciones económicas, las
limitaciones para contratar con el sector público y la imposibilidad de
percibir ayudas públicas e, incluso, la privación de libertad, ya que la
picota sólo podrá aplicarse a los delitos tributarios, no bastan para
lograr que algunos ciudadanos tributen adecuadamente, ¿cabe esperar que
esta medida vaya a romper su resistencia a tributar? Yo pienso que no.
El juicio de necesidad tampoco se supera. La exigencia de que no exista
otra medida más moderada y que tenga la misma eficacia para la
consecución del propósito que se persigue hace imposible que puedan
limitarse los derechos fundamentales como medida simplemente
complementaria de otras. Esta limitación tiene que ser definitivamente
eficaz para lograr el objetivo propuesto y, además, insustituible. En
definitiva, esta medida tendría que sustituir las restantes, las
tradicionales que se han demostrado insuficientes, según manifiesta la
iniciativa gubernativa. A este respecto, la invocación que hace la ley
de Evaluación Ambiental de la CAM a la ejemplaridad de la sanción
resalta el carácter no necesario sino meramente disuasorio de esta pena.
Por último, sobre la proporcionalidad estricta, si no se demuestra
idónea y necesaria, la medida tampoco podrá entenderse proporcional, ya
que será una consecuencia perjudicial gratuita que nunca podrá
calificarse de proporcional.
En fin, que desde el punto de vista material, del contenido de la
sanción, creo que la medida no es aceptable, que se incide en el
detestable aspecto de manifestación del vasallaje que denunciaron las
Cortes de Cádiz respecto de la exhibición en picota y que, aunque hoy no
se prevea como una pena física, la publicación de las listas es
contraria a la dignidad de la persona, lo que la hace rechazable, ya que
simplemente priva de libertades sin una finalidad cierta y eso es
contrario a la dignidad, a pesar de los precedentes en vigor.
Pero, no lo dejemos aquí, que las ideas que suscita esta iniciativa son
muy variadas. ¿Y si la publicidad de las penas no fuera una verdadera
sanción sino la consecuencia directa de la publicidad de la
administración de la justicia? El artículo 120 CE proclama la publicidad
de las actuaciones judiciales, salvo las excepciones que la ley
determine expresamente. Sin embargo, esta publicidad, curiosamente, se
ha entendido en un sentido contradictorio con su nombre y, así, en aras a
proteger la intimidad de los ciudadanos, las sentencias no se publican,
sino que se “limpian” de datos personales y se publica sólo la doctrina
para que podamos comprobar cuán razonablemente el tribunal interpretó y
aplicó las leyes a unas siglas que esconden detrás a un ciudadano de
carne y hueso. Eso no es publicidad, porque no se publica la justicia,
sino las razones objetivas de su aplicación, eliminando matices y
circunstancias que muchas veces pueden ser muy relevantes.
Si los tribunales aplicaran el principio de publicidad de acuerdo con su
nombre, las sentencias indicarían a quién se le aplicó la norma y a
quién se le exceptuó y, de ese modo, sería posible comprobar que todos
somos iguales ante la ley. Dejaríamos así de depender de los medios de
comunicación para conocer aquellos casos en que la igualdad puede verse
amenazada o violada.
Si las sentencias fueran, efectivamente, públicas, no sería necesario
publicar una lista que incluyera a los mayores defraudadores, ya que esa
información se obtendría sin problema alguno de los fondos de
sentencias, consultando las resoluciones y comprobando qué se ha
decidido en cada caso.
Los usuarios de los servicios públicos deberían estar sometidos a la
publicidad propia de su naturaleza, pública, de modo que quien acude a
los tribunales o comete delitos contra los intereses protegidos por la
ley debería saber que los ciudadanos, de quienes emana la justicia, van a
conocer el resultado del pleito, o de la actuación pública en la que
participan o licitan.
Creo que la transparencia que se deduce necesariamente de la publicidad
que proclama la CE es lo que hace que la sociedad no rechace la
iniciativa de publicar la lista, ya que se trata de las personas que no
han contribuido al sostenimiento de los gastos públicos infringiendo las
leyes tributarias, y parece lógico que los ciudadanos conozcan esa
infracción, ya que son ellos (somos) los defraudados. Estamos
acostumbrados a ver cómo en EEUU se citan las sentencias por el apellido
de las partes, y no nos sorprende. El Tribunal Constitucional publica
sus resoluciones de esa misma manera y tampoco nos llama la atención.
Pero, sin embargo, nos parece también natural que los tribunales de
justicia oculten la identidad de las partes, sin darnos cuenta de que
tras esa ocultación puede esconderse una enorme injusticia, ya que si se
modifica la doctrina judicial para favorecer a un ciudadano poderoso,
esa evolución doctrinal debería valorarse de forma muy distinta a si el
cambio beneficiara a un ciudadano que no es relevante.
En fin, que la restauración de la pena de picota no me parece admisible,
pero si se practicara la publicidad de las resoluciones judiciales se
llegaría al mismo resultado (generalizándose de paso la transparencia y
publicidad de la actuación judicial). Es más, esa forma de actuación me
parecería un excelente paso adelante hacia la transparencia y la
responsabilidad pública.
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