Palabra de suicida
Es cierto que la crisis económica y los desahucios están desesperando a
la gente, pero hay algo más para que alguien se quite la vida
A lo largo de mi vida he conocido a cinco suicidas: un boxeador, una
vecina, un compañero de trabajo, un hostelero y el hermano de un amigo.
Descubrir la cifra me impresionó. Pero da una idea de la magnitud de un
problema general que siempre ha sido tabú. Y, como toda cosa que
adquiere tal rango, acaba convirtiéndose en un trauma para los
familiares o para quienes han protagonizado intentos. Añadamos que, por
aquello de no hablar del tema por el qué dirán, se acaba dando por hecho
que todo suicidio parte del mismo problema. Pero no es así. Lo hablaba
ayer con un prestigioso psiquiatra a raíz de los últimos suicidios y el
trasfondo del problema de los desahucios. Y fue, además, el día en que
se cumplían 42 años de la segunda vez que Urtain se proclamó campeón de
Europa de los pesos pesados. En aquél 8 de marzo de 1971 nadie
sospechaba que el gigante de Aizarnazabal acabaría lanzándose por la
ventana.
Conocí a José Manuel Ibar Aspiazu cuando ya se había retirado del boxeo y
poco antes de que se convirtiera en el Tigre de Cestona de la lucha
libre. Por entonces seguía siendo el mito impoluto y limpio de
esperpentos que luego vendría. Cierto que lo utilizaron y se utilizó
como personaje de feria, pero conservaba aún el halo de leyenda del
ring. Además, en nuestra tierra, llevaba plus. No solo por ser paisano,
sino porque sobresalió en otras disciplinas más allá del cuadrilátero.
"Urtain fue el harrijasotzaile más grande que he conocido". Estas fueron
las palabras de Perurena a un servidor cuando le pregunté por el mejor
levantador de piedras de la Historia. Iñaki añadió que lo hacía sin
necesidad de poseer una gran técnica. "Era tal su fuerza que podía hacer
lo que a otros nos costaba años de entrenamiento y táctica".
Pero todo esto lo supe tras su muerte. Cuando le conocí era el rey del
ring. Y así lo tratamos quienes nos agolpábamos para verle en los
aledaños del Club Deportivo. No recuerdo si tenía cita allí. Solo sé que
niños y mayores nos concentrábamos en Alameda Rekalde para ver al gran
Urtain. Debió ser antes de 1978, porque iba acompañado por mi abuela
paterna. Tiendo a cuadrar fechas según los presentes. Y si algo recuerdo
son dos cosas. Una es que sudaba mucho y que puede que fuera verano. El
traje, la camisa y la corbata parecían empapadas en aquél hombre que se
pasaba constantemente el pañuelo por la frente. El otro recuerdo es que
no escuché en sus palabras nada que me hiciera sospechar que estaba
ante un suicida.
Si solo hubiese sido Urtain, lo hubiese atribuido a que fue la única vez
que estuve con él y a mi bisoñez. Pero llegó mi vecina. Compartíamos
ascensor y portal con frecuencia y siempre me resultó agradable. Se
intuían tristezas y depresiones, pero jamás imaginé que un día acabaría
ahorcándose. Y me impactó. Como el de cierto hostelero al que frecuenté
poco, pero con quien charlé, cosas de la vida, días antes de su
suicidio. Tampoco en este caso, pese a conocer sus problemas económicos y
emocionales, encontré rastro alguno de que acabaría tirándose por la
ventana.
El caso del cuarto resulto ser más breve si cabe. Una cerveza y una
agradable charla. Eso es lo único que compartimos. Fue conocerle y un
par de semanas después se lanzaba por la ventana. Pasado el tiempo he
sabido por los suyos de sus problemas, depresiones y tratamientos. Pero
eso no minimiza el hecho de que nada intuí al hablar con él. Y es algo
que me carcome. Sobre todo porque hubo alguien a quien sí conocí y
traté. El quinto. Un compañero de trabajo. Compartimos oficios y vicios.
Mientras trabajamos juntos, rara fue la semana en la que no caía una
noche de cervezas y charla. Iba impecable, aparentaba seguridad y
siempre te recibía con una sonrisa. Cierto que la vida se le torció.
También es verdad que llevaba un año sin verle. Pero saber de su muerte,
les ahorro los detalles, fue un mazazo. No era un gran amigo. De hecho
discutíamos bastante. Pero era un compañero. Y jamás sospeché que
albergaba un suicida en su interior. Lo que demuestra que no es un grupo
sino una circunstancia. Y que a usted o a mí nos puede pasar.
Hablar del suicidio y quitarle el sello de tabú puede ayudar a que lo
entendamos mejor y, sobre todo, a que evitemos algunos. Porque es cierto
que la crisis económica y los desahucios están desesperando a la gente,
pero hay algo más. En los cinco casos que he conocido hubo sueños
rotos. Fuera por quiebra económica, desamor o desequilibrio mental. Y no
nacieron en la penuria económica, la soledad sentimental o la tristeza
emocional. Las fueron adquiriendo. O, al menos, acumulando. Si se fijan,
donde menos suicidios hay es en los países pobres. Porque el dolor es
mayor cuando pierdes algo, que cuando nunca lo tuviste. Soy optimista
por herencia paterna y lo llevo a la práctica a diario. Además estoy con
Punset en que no me importa tanto saber si hay vida después de la
muerte como en confirmar que la hay antes de ella. Sabiendo que vamos en
un autobús del que tarde o temprano hay que bajarse resulta absurdo
hacerlo antes. Quién sabe si no sube un amago de felicidad en la
siguiente parada. Por eso me habría gustado tocar el clic de quienes
conocí y decidieron apearse antes de tiempo. Y por eso sigo dándole
vueltas a la cabeza, buscando una pista entre las palabras de estas
cinco personas. Lo único que encuentro son más preguntas. Quizá esa sea
la clave para seguir viviendo. Mientras nos hagamos preguntas,
buscaremos respuestas. Algo que ellos dejaron de hacer un día.
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