20130309

Palabra de suicida

Palabra de suicida

Es cierto que la crisis económica y los desahucios están desesperando a la gente, pero hay algo más para que alguien se quite la vida

A lo largo de mi vida he conocido a cinco suicidas: un boxeador, una vecina, un compañero de trabajo, un hostelero y el hermano de un amigo. Descubrir la cifra me impresionó. Pero da una idea de la magnitud de un problema general que siempre ha sido tabú. Y, como toda cosa que adquiere tal rango, acaba convirtiéndose en un trauma para los familiares o para quienes han protagonizado intentos. Añadamos que, por aquello de no hablar del tema por el qué dirán, se acaba dando por hecho que todo suicidio parte del mismo problema. Pero no es así. Lo hablaba ayer con un prestigioso psiquiatra a raíz de los últimos suicidios y el trasfondo del problema de los desahucios. Y fue, además, el día en que se cumplían 42 años de la segunda vez que Urtain se proclamó campeón de Europa de los pesos pesados. En aquél 8 de marzo de 1971 nadie sospechaba que el gigante de Aizarnazabal acabaría lanzándose por la ventana.

Conocí a José Manuel Ibar Aspiazu cuando ya se había retirado del boxeo y poco antes de que se convirtiera en el Tigre de Cestona de la lucha libre. Por entonces seguía siendo el mito impoluto y limpio de esperpentos que luego vendría. Cierto que lo utilizaron y se utilizó como personaje de feria, pero conservaba aún el halo de leyenda del ring. Además, en nuestra tierra, llevaba plus. No solo por ser paisano, sino porque sobresalió en otras disciplinas más allá del cuadrilátero. "Urtain fue el harrijasotzaile más grande que he conocido". Estas fueron las palabras de Perurena a un servidor cuando le pregunté por el mejor levantador de piedras de la Historia. Iñaki añadió que lo hacía sin necesidad de poseer una gran técnica. "Era tal su fuerza que podía hacer lo que a otros nos costaba años de entrenamiento y táctica".

Pero todo esto lo supe tras su muerte. Cuando le conocí era el rey del ring. Y así lo tratamos quienes nos agolpábamos para verle en los aledaños del Club Deportivo. No recuerdo si tenía cita allí. Solo sé que niños y mayores nos concentrábamos en Alameda Rekalde para ver al gran Urtain. Debió ser antes de 1978, porque iba acompañado por mi abuela paterna. Tiendo a cuadrar fechas según los presentes. Y si algo recuerdo son dos cosas. Una es que sudaba mucho y que puede que fuera verano. El traje, la camisa y la corbata parecían empapadas en aquél hombre que se pasaba constantemente el pañuelo por la frente. El otro recuerdo es que no escuché en sus palabras nada que me hiciera sospechar que estaba ante un suicida.

Si solo hubiese sido Urtain, lo hubiese atribuido a que fue la única vez que estuve con él y a mi bisoñez. Pero llegó mi vecina. Compartíamos ascensor y portal con frecuencia y siempre me resultó agradable. Se intuían tristezas y depresiones, pero jamás imaginé que un día acabaría ahorcándose. Y me impactó. Como el de cierto hostelero al que frecuenté poco, pero con quien charlé, cosas de la vida, días antes de su suicidio. Tampoco en este caso, pese a conocer sus problemas económicos y emocionales, encontré rastro alguno de que acabaría tirándose por la ventana.

El caso del cuarto resulto ser más breve si cabe. Una cerveza y una agradable charla. Eso es lo único que compartimos. Fue conocerle y un par de semanas después se lanzaba por la ventana. Pasado el tiempo he sabido por los suyos de sus problemas, depresiones y tratamientos. Pero eso no minimiza el hecho de que nada intuí al hablar con él. Y es algo que me carcome. Sobre todo porque hubo alguien a quien sí conocí y traté. El quinto. Un compañero de trabajo. Compartimos oficios y vicios. Mientras trabajamos juntos, rara fue la semana en la que no caía una noche de cervezas y charla. Iba impecable, aparentaba seguridad y siempre te recibía con una sonrisa. Cierto que la vida se le torció. También es verdad que llevaba un año sin verle. Pero saber de su muerte, les ahorro los detalles, fue un mazazo. No era un gran amigo. De hecho discutíamos bastante. Pero era un compañero. Y jamás sospeché que albergaba un suicida en su interior. Lo que demuestra que no es un grupo sino una circunstancia. Y que a usted o a mí nos puede pasar.

Hablar del suicidio y quitarle el sello de tabú puede ayudar a que lo entendamos mejor y, sobre todo, a que evitemos algunos. Porque es cierto que la crisis económica y los desahucios están desesperando a la gente, pero hay algo más. En los cinco casos que he conocido hubo sueños rotos. Fuera por quiebra económica, desamor o desequilibrio mental. Y no nacieron en la penuria económica, la soledad sentimental o la tristeza emocional. Las fueron adquiriendo. O, al menos, acumulando. Si se fijan, donde menos suicidios hay es en los países pobres. Porque el dolor es mayor cuando pierdes algo, que cuando nunca lo tuviste. Soy optimista por herencia paterna y lo llevo a la práctica a diario. Además estoy con Punset en que no me importa tanto saber si hay vida después de la muerte como en confirmar que la hay antes de ella. Sabiendo que vamos en un autobús del que tarde o temprano hay que bajarse resulta absurdo hacerlo antes. Quién sabe si no sube un amago de felicidad en la siguiente parada. Por eso me habría gustado tocar el clic de quienes conocí y decidieron apearse antes de tiempo. Y por eso sigo dándole vueltas a la cabeza, buscando una pista entre las palabras de estas cinco personas. Lo único que encuentro son más preguntas. Quizá esa sea la clave para seguir viviendo. Mientras nos hagamos preguntas, buscaremos respuestas. Algo que ellos dejaron de hacer un día.

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