Cien años de la FED o por qué habría que cerrarla
En un día como hoy, hace 100 años, se aprobaba la Federal Reserve Act
o Ley de la Reserva Federal, que cerraba una etapa (de casi 150 años)
de banca libre. Como en toda institución de larga tradición, pueden
observarse etapas de éxito y otras de fracaso, y sería injusto no
reconocer las primeras. Comoquiera que estos días leerán múltiples loas y
alabanzas a esta maquinaria de manipulación del dinero, he preferido
centrarme en un par de detalles que, por ellos mismos, ya justificarían
su cierre.
Como en la actualidad, el papel de la Reserva Federal durante la crisis
que dio lugar a la Gran Depresión de los años 30 fue absolutamente
determinante. De acuerdo con Milton Friedman y Anne Schwartz, la Reserva
Federal fue causa de la misma al impedir… la inflación, esto es, por
cumplir con ese primer mandato que estaba grabado con letras de molde en
el Libro del Buen Banquero. Esta acusación está en la línea de la
argumentación de Irving Fisher, maestro de Friedman y, para él, “el
mejor economista del s. XX”, afirmación que duele a todas las escuelas
de pensamiento económico por igual, ya sean keynesianos, monetaristas o
austriacos.
Tal y como apunto en Retorno al patrón oro, de próxima publicación en
Ed. Deusto, la argumentación de Fisher era que el crecimiento de los
felices veinte procedía fundamentalmente de dos factores: la prohibición
del alcohol y la gestión de la moneda que los índices que él había
creado permitían a la Reserva Federal, mediante la política de
estabilización del dólar que él había planteado en su obra de 1923; esa
forma científica de actuar supone adecuar la oferta monetaria a las
necesidades específicas de cada circunstancia, de acuerdo con lo
señalado por los indicadores económicos que él mismo acababa de poner a
disposición de la sociedad.
La combinación de unos índices
de precios (muy potentes pero aún defectuosos) con la intervención de la
Reserva Federal en la determinación de los tipos de interés provocó un
efecto de ocultación de la inflación que el propio Fisher reconoció,
siquiera sutilmente, en su importante obra de 1932, al señalar algunas
“imperfecciones teóricas”. Tales no deben preocuparnos per se, pues
los índices de precios se corrigen constantemente desde entonces; sin
embargo, lo que sí debe preocuparnos es la pretensión de encerrar la
actividad de consumo de los individuos en indicadores parciales y, más
aún, emplearlos como definitivos, sin crítica alguna.
El incremento de cuatro mil millones de dólares en solo un año no era
por necesidades del comercio, así que se desvió hacia los mercados
financieros
No tiene en cuenta Fisher el efecto desestabilizador que tuvo la Reserva
Federal al reducir los tipos de interés durante la Gran Depresión del
6% al 1,5% y doblar la oferta monetaria entre 1929 y 1932; sí,
efectivamente, puede hablarse como hace White de una Greenspan put en
los años 20. Esto nos devuelve a la argumentación fundamental de
Friedman, para quien esta inundación de liquidez no fue suficiente; “por
cada 100 dólares en papel moneda, en depósitos, en efectivo, en
divisas, existentes en 1929, en 1933 quedaban sólo 67”, señaló en una
entrevista en 2000.
En los años previos al shock de 1929, los depósitos totales de los
bancos miembros de la Reserva Federal de los EEUU pasaron de 28.270
millones de dólares en marzo de 1924 a 32.457 millones en junio de 1925,
para ascender a los 47.000 millones de forma casi inmediata. El
incremento de cuatro mil millones de dólares en solo un año no era por
necesidades del comercio, así que se desvió hacia los mercados
financieros. Adquisiciones de bonos, acciones, colaterales de bonos,
hipotecas compradas por los bancos… Señala Anderson que “esta inmensa
expansión del crédito (…) creó la ilusión de capital ilimitado”.
Friedman y Schwartz calculan el incremento de la oferta monetaria entre
1921 y 1929 desde los 39.000 a los 57.000 millones de dólares, cifras
muy en línea con las ofrecidas por Rothbard, que van de los 37.000
millones de dólares a los 55.000. El inicio de las operaciones de
mercado abierto en 1923 por el banco de la Reserva Federal de Nueva
York, forzado por su falta de oro, marcó un cambio de tendencia en las
expectativas de los especuladores, que desde entonces saben que con una
alta probabilidad la Reserva Federal acabará recomprando los títulos
valores en un momento dado. Entre noviembre de 1923 y el verano de 1924,
los bonos del tesoro en poder de la Reserva Federal pasaron de
73.000.000 dólares a 477.000.000 dólares, un aumento de 6,5 veces. Si la
cantidad es sorprendente por su enormidad, más aún resulta al tratarse
de un tipo de operaciones, estas de mercado abierto, que estaban
prohibidas por los estatutos de las distintas reservas federales y no se
legalizaron hasta unos diez años después. Ciertamente, existió una
contracción de la oferta monetaria a raíz del crac bursátil, aunque no
fue esta la causa de la depresión, sino la consecuencia, como podrán
leer en el libro. Así pues, la Fed no sólo impulsó la crisis (por
razones distintas a las planteadas por Friedman y Schwartz), sino que lo
hizo… contraviniendo la ley. Todo un ejemplo.
En cuanto a la gestión de la crisis actual, quizá es demasiado pronto
para juzgar la actuación del gobernador saliente, Ben Bernanke. No así
para plantear un análisis crítico de las medidas de política económica
adoptadas por la Reserva Federal como órgano colegiado encargado, en
la actualidad, de velar por dos elementos esenciales: la tradicional
inflación y el empleo. En cuanto a esta última, la prueba del algodón de
que se trata de un objetivo erróneo es que todos los economistas
socialdemócratas exigen que el Banco Central Europeo la adopte como
propia; resulta paradójico que la neoliberal y muy capitalista Reserva
Federal sea, en este caso, ejemplo de política social.
Como señalaba George Selgin a Pablo Rodríguez Suanzes en una
entrevista hace un par de meses, prometer inyecciones de liquidez hasta
alcanzar un determinado nivel de empleo, sin conocer la tasa natural de
desempleo de un país, es garantizar inflación hasta entonces; y, si no,
observen la evolución de los mercados de valores desde el inicio de la
crisis, batiendo récords sucesivos mientras el desempleo de los EEUU
ciertamente se reducía; desde el 7,3% en diciembre de 2008 (un mes antes
de la toma de posesión del actual presidente, Barack Obama) hasta el 7%
a final del mes pasado.
Este empeño, sin duda meritorio, ha supuesto, no obstante, un esfuerzo monetario brutal.
Es sin duda deseable que en una sociedad trabajen todos quienes lo
deseen; sin embargo, las autoridades económicas, monetarias y
financieras han confundido la consecuencia (el empleo) con el medio (las
políticas de todo tipo para lograrlo). Y todas ellas
mantienen el engaño, haciendo ver que son sus intervenciones las que
generan empleo, cuando la historia demuestra que a mayor intervención,
mayor destrucción de empleo.
Respecto de la primera, la crítica que podemos hacer hoy en día es la
misma que podíamos efectuar hace 90 años, con los índices de Fisher
recién presentados en sociedad: pretender que la inflación es el IPC es
tomar la parte por el todo. Algo que, por cierto, no hacen sino repetir
constantemente destacados economistas que, sin la más mínima capacidad
crítica, aceptan las modificaciones que constantemente los Gobiernos
efectúan sobre los índices de precios para tratar de ocultar,
precisamente, la inflación en una cifra.
Antes de entrar en la cuestión, conviene recordar, siquiera
gráficamente, el tsunami monetario provocado por la Reserva Federal en
los últimos años.
Muchos de mis colegas aseguran que la política de la Fed no ha provocado
inflación. Se trata de una afirmación falsa, quizá no producto de la
mala fe (hipótesis muy cuestionable en algunos casos), sino de la
confusión, excusable en cualquiera menos en alguien que se dice
economista y que en todo caso no se sostiene desde ningún punto de
vista. Si consideramos la perspectiva de los 100 años de historia que
hoy se cumplen, alguien que hubiese pagado 20 dólares por un artículo en
1913 pagaría hoy 471, un incremento del 2.255%. Desde esa misma óptica,
el poder de compra del dólar norteamericano se ha visto algo perjudicado, al haber perdido valor en un… 95%.
Si acercamos el foco a la historia reciente, dominada por las sucesivas
políticas de expansión crediticia y monetaria de la Reserva Federal
recogidas bajo el eufemismo de flexibilizaciones cuantitativas (QE,
Quantitative Easing), la reacción de mis colegas varía entre la
condescendiente sonrisa y el grito sostenido con inflamación de
carótida. “¿Dónde está la inflación?”
La liquidez que la Reserva Federal está bombeando al sistema bajo el
lema “no ha sido suficiente” (y que se seguirá repitiendo durante aún
bastante tiempo, a pesar de lo que algunos denominan como “retirada de
estímulos” y que no es sino dejar de comprar 85.000.000.000 dólares
mensuales a los bancos para pasar a comprarles “sólo” 75.000.000.000) no
se está trasladando a los precios de los bienes de consumo que refleja
el IPC norteamericano (o el nuestro, o el de Eurostat, armonizado para
toda la zona euro), sino a activos tan variados como el propio mercado
financiero (el Dow Jones, gráfico A anterior, ha aumentado su valor en
más de un 90% en el período reflejado), el mercado de alimentos
(reflejado en el índice de precios de la FAO, que curiosamente aparece
deflactado, a pesar de “no existir inflación”) o el mercado de la
vivienda (que, al menos en los EEUU, repunta con vigor al amparo de las
decisiones de estímulo de la Fed y de las recomendaciones del siempre
ortodoxo Paul Krugman, que de forma cíclica recomienda la necesidad de
crear burbujas, tanto en el mercado tecnológico como en el inmobiliario).
En ese sentido nos hemos venido expresando muchos economistas,
generalmente sin excesivo eco en los medios, que suelen preferir
escuchar los cantos de sirenas de los políticos y los economistas del
lado de la demanda, precisamente los mismos que nos han traído hasta
aquí.
Esto no siempre fue así. Según distintas estimaciones, en 1862
circulaban billetes emitidos por 1.496 bancos de 29 estados, alrededor
de 7.000 variantes además de unos 5.500 billetes falsos. Alguien podría
pensar que tal variedad era complicada de manejar e incompatible con el
comercio actual. Sin embargo, nadie pone pegas a que haya artículos de
consumo de las más diversas marcas entre las que poder elegir, a precios
variables y de distintas calidades. ¿Por qué no con el dólar, el euro,
el yen o la libra esterlina? Básicamente, por el temor de los políticos
de perder la principal arma electoral con la que han contado desde
entonces: el gasto público. Volver a la libre emisión supondría
programar el cierre de la Reserva Federal y del resto de bancos
centrales en un lapso de cinco a diez años; a ello debería añadírsele un
patrón de reserva como el oro, de forma que cada entidad tuviese que
respaldar sus pasivos con el mismo y se le obligase a mantener un
coeficiente de caja equivalente al de las reservas de sus clientes. Todo
ello resultaría en la imposibilidad de los brutales y depauperadores
déficits públicos, en la escasez de las deudas y en la remisión de las
crisis. Pero claro, entonces no les deberíamos nada, y se invertirían
las cargas; la responsabilidad volvería a la política.
Demasiado bonito. #EndTheFed
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