Dura lex: La familia y su Derecho: crónica de una decadencia imparable. I.
Por causa de una pequeña charla académica he desempolvado esta semana un
borrador sobre Derecho de familia que había redactado hace dos o tres
años y que dormía felizmente en un cajón. Tras releerlo, me parece que
puede ser expuesto aquí para los amigos y curiosos, antes de devolverlo a
los brazos del Morfeo académico. Al fin y al cabo, este es un medio de
publicación mejor que muchos otros.
El primer apartado ya lo saqué aquí, en el blog, en su día. Lo vuelvo a
poner hoy. Los otros apartados son inéditos del todo e irán saliendo por
su orden. en días venideros.
SUMARIO
I.- Tres tesis sobre el Derecho de familia. II.- Sobre la
desustancializacion de la familia en su Derecho y sobre la definitiva
inviabilidad de un concepto (jurídico) naturalista de familia. II.1.- La
imposibilidad del sistema. II.2.- El Derecho ya no defiende la
institución y hace de papel sus deberes. II.3.- ¿Y la responsabilidad
civil por daño extracontractual? III.- Ni más derechos ni más
obligaciones que los económicos. III.1.- La pensión compensatoria y sus
misterios. III.2.- Pensión de viudedad: ¿por qué?
I. Tres tesis sobre el Derecho de familia.
Mantendremos aquí varias tesis de apariencia sumamente radical, pero que
trataremos de defender como las más correctas descripciones del estado
actual del Derecho de Familia en España y, en buena medida y aunque no
nos vamos a dedicar al examen del Derecho y la doctrina comparados, de
los países de nuestro entorno cultural. Esas tesis podemos provisional y
resumidamente enunciarlas así:
1. El Derecho de familia ha tenido sustancia propia y consistencia
interna mientras el Derecho reflejaba, por un lado, y coactivamente
ayudaba a mantener, por otro, un modelo normativo de familia. Es decir,
lo que por familia pudiera entenderse estaba congruentemente asentado en
la tradición y reflejado en la moral positiva o socialmente vigente, en
particular en la moral religiosamente respaldada y asegurada. Lo que el
sistema jurídico hacía era ratificar, con sus particulares medios, ese
modelo social y uniforme de familia. Tal se lograba mediante la
represión de los modelos alternativos y mediante la penalización, en
diversas formas, de quienes, hallándose insertos en una familia (como
padre o madre, como hijo, como esposo o esposa…), no se atuvieran a los
roles debidos en la misma. También cabían sanciones positivas,
consistentes en el otorgamiento de ventajas o premios a los que se
insertaran adecuadamente en ese modelo familiar ortodoxo y dentro de él
desempeñaran correctamente su papel correspondiente. Había, pues, un
modelo prejurídico de familia que, al ser incorporado por el sistema
jurídico a fin de protegerlo, se convertía en modelo de familia jurídica
y, así, recibía de las herramientas del Derecho la garantía de
pervivencia.
De todo eso quedan restos en el ordenamiento jurídico actual[1],
pero tales restos son justamente los que hacen incoherente el vigente
Derecho de familia, pues de éste ha desaparecido toda referencia firme,
sustancial y prejurídica a la hora de saber o determinar qué es una
familia y, por tanto, a qué tipo de uniones, relaciones, situaciones y
prácticas se deben aplicar las diversas normas de ese sector jurídico.
En otras palabras, mientras que antes las normas del Derecho de familia
se aplicaban a las familias, ahora, puesto que es el propio Derecho el
que, sin referencias previas o externas a él, o en medio de referencias
absolutamente contradictorias, determina lo que sea familia a los
efectos de aplicar tales o cuales reglas jurídicas, se invierte
completamente el razonamiento de fondo: no es que el Derecho de familia
se aplique a las relaciones familiares, sino que relaciones familiares
son aquellas a las que el Derecho de familia se aplica.
Por ese motivo el debate principal ya no es moral, social, político o
económico, sino un debate intrajurídico, por así decir, un debate cuyas
categorías son jurídicas, categorías del Derecho y de su teoría:
derechos, discriminación… Ya no importa tanto, como antes, lo que
moralmente piensen éstos o aquéllos de las relaciones homosexuales, por
ejemplo, o de la convivencia sexual estable sin pasar por la vicaría o
el juzgado, y tampoco las consecuencias que esos cambios de costumbres
tengan, en su caso, en la demografía, la economía, la educación, etc.,
sino que lo que cuenta más que nada es que ningún individuo esté o
razonablemente pueda sentirse discriminado por el hecho de que su opción
personal, sean cuales sean sus efectos para el conjunto social, no goce
de los mismos derechos y ventajas que el modelo que hasta ahora era el
ortodoxo o estandarizado.
Sociedad justa, para el entender de hoy, es aquella en la que los
ciudadanos, todos y cada uno, tienen muchos derechos, y sobre todos
derechos a ser y hacer muy distintas cosas según su antojo. Pero tal
apoteosis de los derechos tiene lugar de la mano de estas otras notas
complementarias:
a) No se toma en consideración el resultado global, es decir, no se
valoran, o se valoran muy secundariamente, los efectos de esa primacía
de los derechos individuales sobre el conjunto social. En otros
términos, no importa cuál sea el grado de justicia de esta sociedad en
su conjunto o como promedio, pues va de suyo que si cada uno puede
(nominalmente) hacer lo que le apetezca, todos seremos muy felices y
globalmente la sociedad será mejor que nunca. Triunfa una especie de
utilitarismo ramplón que piensa que la mejor sociedad es aquella en la
que alcanzan cifra más alta la suma de las felicidades individuales,
pero entendiendo que lo que individualmente da la felicidad es ante todo
el que nominalmente sea posible hacer lo que se quiera, ni siquiera el
tener la posibilidad real, material, de hacerlo. Por tanto, viene muy
bien esa ideología a los que materialmente sí pueden, pues les hace
vivir en la nada ingenua ilusión de que pueden todos porque a todos les
está permitido. La ideología como falsa conciencia ha reaparecido de esa
peculiar y sutil manera. Por poner un ejemplo: cuando yo lucho por los
derechos de los homosexuales y porque puedan casarse igual que los
heterosexuales, llevo a cabo una empresa seguramente noble y loable,
pero corro peligro de olvidar que, aquí y ahora, un homosexual rico está
mucho menos gravemente discriminado –al menos en lo que más importa-,
aun cuando no pueda casarse, que un homosexual muy pobre, aunque pueda
casarse. Podríamos multiplicar los ejemplos y aludir, con el mismo
esquema, a otros muchos “colectivos” que hacen sentirse progresistas sin
tacha a muchos de los que se empeñan en sus derechos.
b) Puesto que se prescinde de la toma en consideración del conjunto
social, radicalmente se prescinde también de las consideraciones de
justicia social, de toda idea de justicia distributiva. Si, por ramplón,
esa pueril utilitarismo que acabamos de mencionar parece un
utilitarismo que prescinde de los matices de Bentham o Mill, en este
apartado el que ha sido perdido de vista es Marx, y por eso muchos se
sienten socialistas y grandes reformadores sociales nada más que porque
defienden el derecho de estos y de los otros a no ser discriminados en
la ley y en la aplicación de la ley, sin parar mientes en que una
sociedad en la que los bienes tangibles –no principalmente los
simbólicos- no estén repartidos con una elemental equidad y en la que
una mínima igualdad de oportunidades no esté asegurada, de poco consuelo
valdrá a muchos el que les digan que pueden casarse aunque sean
homosexuales o que tienen derecho a pensión de viudedad aunque no se
hallan casado.
c) Con el predominio de tal mentalidad entre los que se dicen
intelectuales y en los políticos y sus votantes, es fácil entender la
tercera nota: la ley con más éxito y mayor aplicación es la ley del
embudo. El infantilismo cobra carta de naturaleza en la ciudadanía; o,
mejor dicho, las instituciones políticas y jurídicas -incluida una
Administración de Justicia muy sensible a la presión mediática y al
gusto por la fama y el halago- van tejiendo un modelo de ciudadano que
parece incapaz de alcanzar la fase adulta del desarrollo moral y que se
queda de por vida anclado en lo que los psicólogos llaman la fase anal:
bueno es lo que a mí me da gusto, y malo lo que me resta disfrute o me
supone inconveniente; y punto. Nos hacen así y a razonar de esa manera
nos acostumbran todos esos profesores de ética y iusfilosofía, todos
esos legisladores y todos esos jueces que nos vienen a contar, día sí y
día también, que si algo me molesta o no me apetece o, incluso, si algo
envidio y no lo tengo porque no he puesto para lograrlo los medios que
en mi mano estaban, debo ser de inmediato complacido o resarcido, pues
será indicio de que no se me permite desarrollar libremente mi
personalidad, como pide el art. 10 de la Constitución, y de que, para
colmo, se me discrimina, contra lo que veta el art. 14.
Así, que, por poner, por ahora, nada más que algunos ejemplos muy
sencillos, yo no me caso con mi pareja porque no quiero arriesgarme a
tener que pasarle pensión compensatoria si mañana nos divorciáramos,
pero, en cambio, cuando se muere esa pareja mía, con la que no me casé
porque a mí no me dio la gana de asumir cargas y deberes, exijo pensión
de viudedad para mí o subrogarme en el arrendamiento del apartamento que
figura a nombre de ella. Y el legislador y los tribunales me irán dando
la razón, cómo no, impelidos por mis derechos fundamentalísimos.
2. Si eso es así, pierde pie toda pretensión de una doctrina naturalista
de la familia que sirva de presupuesto para la explicación y
sistematización de la correspondiente rama de nuestro Derecho. Llamamos
doctrinas naturalistas a aquellas que piensan que existe, en el ámbito
normativo del que se trate, una realidad ontológica preestablecida, de
manera que el Derecho, con sus normas, refleja tal realidad anterior,
prejurídica, y la defiende. En nuestro tema, significaría que hay un
modo de ser necesario, ineludible, del matrimonio y la familia, modo de
ser impepinable, ontología esencial, sustancia predeterminada, que el
Derecho no puede contradecir. El matrimonio, pongamos por caso, es lo
que es y sirve para lo que sirve, y tal realidad no puede cambiarla
ningún legislador, ningún poder humano. Igual que no puede ningún
parlamento prescribir la cuadratura del círculo ni lo hará ningún
legislador que esté en sus cabales ni servirá de nada que por tal
porfíe, así el matrimonio será heterosexual o la familia se orientará a
la procreación y será “célula básica de la sociedad”. No hay más vueltas
que darle.
Inspira ternura lo que de un naturalismo así va quedando entre los
civilistas. Quienes de esa forma insisten se ven irremisiblemente
abocados a la melancolía o a la perplejidad del conductor que va por el
carril equivocado de la autopista y se pregunta cómo es posible que
todos los demás anden al revés. Porque el civilista, el que cultiva la
importante y necesaria dogmática civilista, debe, con las normas de su
sector, construir un sistema lo más claro y coherente que sea posible, y
mal podrá embarcarse en dicha tarea cuando le parece que el Derecho de
verdad no es el que en el Código y la legislación civil se expresa.
Siempre podrá hacer como otros y proclamar que las normas legales son
esencialmente derrotables, que la verdad del Derecho se encuentra en el
trasfondo material de la Constitución y que en éste ni cabe matrimonio
homosexual, ni “divorcio a la carta” ni cualquier otra promiscuidad que
contravenga el orden natural[2]. Pero esos
argumentos son más propios de iusfilósofos ocupados en demostrar que la
justicia (constitucional) está siempre de su parte y con su caso, que de
civilistas que se quieran serios y que, por ese camino, acabarán
teniendo que explicar lo que hay en la ley para no tornarse
prescindibles o ser invitados a dejar los seminarios jurídicos para ir a
enseñar e los seminarios diocesanos.
Pero lo que hay, lo que en materia de familia está en las leyes de
ahora, puede dejar patidifuso hasta al más recalcitrante normativista,
pues lo que falta es, justamente, plan y sistema. Cabe afirmar, como
hicimos en el punto anterior, que no existe más familia que la que el
Derecho de familia dibuje como tal. Pero, si somos realistas, deberemos
avanzar un paso más y asumir que, en verdad, en nuestro actual
ordenamiento no hay familia. Ya no es que el Derecho haya dejado de
reflejar una noción prejurídica y socialmente vigente de familia, sino
que tampoco construye el Derecho una noción jurídica alternativa, no la
construye con una mínima precisión y una coherencia suficiente para que
podamos decir que éste, con tales y cuales caracteres, es el modelo de
familia vigente a día de hoy en nuestro Derecho. Se han vuelto
completamente contingentes y radicalmente heterogéneas las
circunstancias a las que el Derecho ata la aparición para un sujeto de
derechos u obligaciones “familiares”, no hay ningún hilo conductor
constante, es coyuntural o aleatorio que yo hoy tenga que rendirle tal
prestación a un sujeto porque es de mi familia o que tenga que dármela
ese sujeto a mí o que deba proporcionarnos a los dos alguna ventaja o
facilidad el Estado porque seamos familia.
Bien mirado, algo de esto ha habido siempre. Nunca el Derecho, al menos
en nuestro medio cultural e histórico, ha sido congruente con las
funciones y definiciones sustanciales de la familia en que presuntamente
se basaba. Siempre el sistema jurídico ha seleccionado, con su propio
criterio (que es el criterio político de quien hace sus normas), una
serie de relaciones como familiares para imputar en esos casos, y sólo
en esos, derechos y obligaciones. Así, e ha relacionado el matrimonio
con la función reproductiva, pero ello no ha sido óbice para que puedan
contraerlo válidamente quienes no pueden procrear o no pueden ya.
Especialmente después del siglo XVII, se ha ligado el matrimonio al
amor, mas no han dejado de ser válidos tantos matrimonios por interés o
por cualquier circunstancia independiente del afecto o hasta
incompatible con él. Y así sucesivamente. Se repite una y otra vez que
el matrimonio es “comunidad de vida”, pero de entre todas las
comunidades vitales, incluso de entre todas las que llevan consigo
afecto y reparto de gastos, es el Derecho el que siempre ha seleccionado
cuáles son matrimonio y cuáles no. Y así sucesivamente.
Lo peculiar del presente es que en esa selección ya no hay ni rastro de
criterio, ya no se ve qué línea la articula, salvo lo que antes
señalamos de que se pretende dar gusto al votante diciéndole que lo que
sea su placer o su interés habrá de ser también su derecho, y que si los
demás tienen familia por qué no va a tenerla él aunque la suya no sea
como la de los otros.
Tenemos, en consecuencia, que el actual Derecho de familia es, se mire
como se mire, Derecho sin familia. Antes, muchas de las que con arreglo a
ciertas definiciones sustanciales (afecto, convivencia, intercambio
sexual, solidaridad económica…) eran familias, no tenían Derecho de
familia, no constituían familia para el Derecho de familia. Pero, al
menos, a las que esa rama consideraba familias era posible encontrarles
algún mínimo denominador común. Y, si no, quedaba el dato formal,
procedimental: será familia y tendrá el tratamiento jurídico de tal
aquel grupo humano que cumpla ciertos requisitos fijados por las normas
(edad, cierta situación de parentesco o de falta de él, etc.) y que
realice determinados ritos jurídicos constitutivos, tales como contraer
matrimonio, reconocer un hijo, etc. Hoy ya no es así, en modo alguno,
como bien sabemos.
3. Así que si el Derecho de familia ya no es, propiamente hablando,
Derecho de familia, ¿qué es? Arribamos a nuestra tercera tesis: el que
actualmente se sigue llamando Derecho de familia y explicando como si en
verdad tal hubiera no es más que una rama del Derecho de obligaciones.
No quedan, o no quedan apenas, en materia familiar más derechos y más
obligaciones que los de contenido económico. Sí se enuncian derechos y
deberes de otro tipo, pero carecen en realidad de toda virtualidad
jurídica tangible, son solamente retórica o resabio de otros tiempos o
lubricante que sirve hacer más a muchos más llevadera la transición
hacia esa disolución de las relaciones familiares. Por supuesto, nada
impide, en los hechos, que las personas puedan amarse como pareja o como
padres e hijos o hermanos, que ciertos adultos puedan compartir sexo y
casa, que se reserven entre sí un trato de favor que a otros no darían,
etc., etc., etc. Pero al Derecho nada de esto le importa ya, pues puede
haber de todo ello sin que para el ordenamiento nos hallemos ante una
familia, y puede no haber ninguna de esas cosas y tratarse, para el
sistema jurídico, de una familia. ¿Y a qué efectos sabremos si estamos o
no ante una familia? Según que haya o no que pagar o que se pueda o no
recibir. Todo lo demás al Derecho de familia ya no le importa
mayormente.
Una última precisión. Con esas tesis pretendo hacer una descripción, que
trataré de ir fundamentando, de cómo está hoy el llamado Derecho de
familia. Otra cosa es la opinión que a unos u otros esa situación nos
merezca. Son muchos los que lamentan que el Derecho de familia abandone
las viejas estructuras y los planteamientos de antaño, los que se
afligen por el declive de la familia “de toda la vida” y reprochan que
el sistema jurídico ya no la ampare apenas. No es mi caso. Lo que yo
pido es, más bien, que desaparezcan los restos de esas formas antiguas
que aún se dejan ver –como la pensión compensatoria, nada menos que por
“desequilibro económico- y que ponen incongruencia a los esquemas
individualistas que se van imponiendo. Es hora de probar una sociedad de
ciudadanos, no de células básicas. Es hora de ampliar la libertad para
que cada uno organice sus afectos y su vida sexual como quiera y sin que
el Derecho se meta para nada que no sea evitar los abusos y procurar
que sea libre el que pueda consentir y que no sea forzado el que no
pueda. A tal propósito, con las reglas generales, civiles,
administrativas, laborales y penales, seguramente basta, sin ninguna
necesidad ya de andar inventando normas para un sector del ordenamiento
jurídico, el Derecho de familia, que ha perdido sentido al evaporarse su
objeto, la familia. En otros términos, que socialmente haya tantos
modelos de familia como la gente quiera y que cada cual elija el que más
le convenza, sin que el Derecho imponga ninguno ni lo impida, y con un
Derecho que permita y procure que cada cual sea estrictamente
responsable de sus elecciones y se atenga a las consecuencias; delitos
aparte, por supuesto.
[1] Por ejemplo, vendremos a sostener más adelante que si algún sentido
le queda a día de hoy a la pensión compensatoria del art. 97 del Código
Civil es el de sanción negativa que sirve para disuadir del divorcio a
quien se halla en mejor situación económica y social; o para disuadir de
casarse al que tenga donde caerse muerto.
[2] La mención esencial que del matrimonio hace la Constitución Española está en el art. 32:
1. El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica.
2. La Ley regulará las formas de matrimonio, la edad y capacidad para
contraerlo, los derechos y deberes de los cónyuges, las causas de
separación y disolución y sus efectos.
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