Se rebela mi alma germana...
Les quiero introducir a los señores Carl Schmitt (1888-1985) y Hans
Kelsen (1881-1973). Eran contemporáneos, de lengua materna alemana,
ambos trabajaron en los años 30 del siglo pasado en Alemania y ambos
eran prominentes juristas. Coincidieron como profesores en la
Universidad de Colonia. Por lo demás eran muy diferentes. Debatieron
sobre qué instancia debería ser el garante de los derechos
constitucionales, un tribunal o un líder.
Schmitt rechazó el estado de derecho liberal, criticando que su
legalismo no daba respuesta a cuestiones tales como qué es justo y qué
es moral. Estos factores sociológicos, los valores y, efectivamente, la
voluntad del pueblo, como también la razón de estado, estarían mejor
guardados por el Reichspräsident.
Kelsen era positivista. Hoy y aquí algunos dirían que para él la
Constitución era un libro sagrado, interpretable, como dicen y defienden
otros, sólo por un tribunal independiente de todos los poderes excepto
de uno, del Derecho. Dicho esto, para Kelsen, nunca tan grandilocuente
como Schmitt, la protección de la minoría era esencial para la
democracia. Por supuesto.
Schmitt se hizo admirador del movimiento fascista y finalmente apologeta
del nazismo. Cuando los nazis echaron de la universidad a Kelsen, judío
converso y de orientación socialdemócrata, Schmitt fue el único de
entre los compañeros que no movió ni un dedo a favor suyo.
Alemania extrajo sus conclusiones de este periodo de su historia. Para
que no se repitiera una dictadura, que en el caso de los nazis
precisamente se sirvió de la ley y la democracia para destruirlas,
Alemania desarrolló el concepto de la wehrhafte Demokratie, que se puede
traducir como democracia militante, o fortificada, basada en la idea de
que ni siquiera una mayoría absoluta podría abolir el órden
constitucional. (En consecuencia, en Alemania se pueden ilegalizar
partidos que trabajen por la abolición del orden constitucional, y así
ha pasado en dos ocasiones.)
Soy alemán, y es por esta socialización mía que me alarmé cuando entre
algunos altos representantes catalanes se empezaba a extender la idea de
que la Constitución ya no valía y que las sentencias de los tribunales
no eran de obligado cumplimiento, anteponiendo a todo ello la pura e
ilimitada voluntad popular. La voluntad popular por encima de la ley.
¡Otra vez!
Ahora ya encontramos esa flexibilidad jurídica, por decirlo con mucha
ironía, en todos los sitios. En el "sí o sí" ya histórico de Artur Mas,
en su "nada [nos] para" más reciente, o en la actitud desafiante de la
consellera Rigau. Como complemento, indispensable y para mí nada nuevo,
están las varias (pero muy parecidas) definiciones de lo que constituye
un buen catalán, y los diversos llamamientos a que todas las
instituciones, organizaciones y actividades de la sociedad se pongan "al
servicio de Cataluña", editorial único mediante, y mil cosas grandes y
pequeñas más, día a día. Evidentemente, existe un movimiento.
También está esta flexibilidad jurídica en el último informe del CATN,
esta vez como proyección. Cree ver en la Unión Europea un pragmatismo
-excesivo- que salvaría todos los obstáculos legales con el fin de hacer
realidad las aspiraciones del nacionalismo catalán.
La arrogancia divierte, la ignorancia provoca vergüenza ajena, y la
prepotencia asusta. Entre Schmitt y Kelsen, el mundo ha tirado
claramente hacia el último. Se da reglas para cumplirlas, lo hace de
manera imperfecta (el fenómeno Guantánamo es muy Schmitt), pero no se
conforma con dejar ninguna voluntad particular al mando de ellas. Los
que quieren aplicar Schmitt, que no se quejen de que quedarían fuera no
sólo de España, de la UE y de la ONU, sino también y fundamentalmente
del mismo principio de legalidad.
Conozco bien la experiencia eslovena, necesidad de romper el marco legal
para llegar a la democracia, nuevas fonteras incluidas. Pero la rotura
de la legalidad tal y como se propone aquí, al ser legalidad
democrática, me parece una barbaridad. Se rebela mi alma germana, y mi
alma eslovena se ve insultada.
La ausencia de violencia en Cataluña es el gran factor positivo. Los
anhelos de más democracia son muy sinceros en la gente, a bando y bando,
pero el abuso por parte de muchos líderes, sean políticos o de opinión,
es tan patente como chocante es la influencia que tiene en la gente su
discurso bobalicón. No se puede construir un nuevo país a partir de
falacias étnicas, jurídicas y sociológicas, ni tampoco se puede mantener
un país unido a base de la mera aplicación de las normas: la política
sí es necesaria. Nadie quiere vivir en un país de juristas. Pero antes
de nada, ¿quién quiere vivir en un país sin ley?
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